Los cuatro monjes comenzaron su aprendizaje bajo la regla del silencio. Tras el primer día de perfecto silencio el primer monje procedió a encender la vela y al quemarse exclamó sin darse cuenta: – “¡Ay! Esta vela quema” El segundo monje le recriminó con tono castigador: – “¡Has roto el silencio!, eso no esta bien” El tercer monje que observaba la discusión gritó con evidente enfado: – “¡Tontos! habéis roto la regla del silencio y tendréis que abandonar el monasterio” El cuarto monje con tono grave y cierta arrogancia espiritual mirando a los tres monjes les recordó suavemente: – “Hermanos, siento mucho vuestra falta de preparación para observar la regla del silencio. Los tres habéis hablado mientras yo he permanecido en silencio” El viejo maestro los miraba con compasión en silencio. Mientras abría la puerta con su mano izquierda y señalaba hacía la calle con su mano derecha, invitó a los aspirantes a abandonar el Monasterio. Tres de los estudiantes obedecieron inmediatamente. Despechados, dejaron el monasterio sin despedirse. Sin embargo, el primer aprendiz que había roto el silencio permanecía de pie frente a la vela, con lagrimas en los ojos y en completo silencio. El maestro se acercó a él, tras cerrar la puerta, y señalando una inscripción en la pared abrazó en silencio al aprendiz y apagó la vela. El Maestro y el aprendiz permanecieron en perfecto silencio y con los ojos cerrados toda la noche. Al amanecer el Sol alumbró la inscripción y el aprendiz, tras leerla, abrazó al maestro.
“El verdadero silencio no es la ausencia de sonidos. Su secreto está en un corazón que ama con sinceridad y humildad”