Encuentra aquí el artículo publicado originalmente en Confilegal el 02/02/2020.
Hoy el Reino Unido sale de la Unión Europea y en Londres, mientras me aferro a mi «cafè au lait», pienso, entre mis miedos y esperanzas: «Siempre nos quedará París».
Lo mismo que Humphrey Bogart le dijo a Ingrid Bergman al separarse en Casablanca (Michael Curtiz, 1942).
El miedo a la separación y a perder las memorias de los afectos y los abrazos vividos en Casablanca mezclado con la esperanza de poder vivirlos de nuevo, en París.
No una vez, sino siempre; porque no es posible renunciar a la posibilidad de que «siempre nos quedará París».
Y es precisamente miedo y esperanza lo que hoy estamos viviendo aquí en Londres.
Dos emociones que el filósofo holandés de origen sefardí, Baruch Spinoza (1633-1677), articuló en su Ética III como las emociones humanas fundamentales.
Emociones con las que han jugado los y las políticas junto a los medios de comunicación y redes sociales para mover a la ciudadanía, las masas de nuestro Ortega y Gasset, en una dirección determinada.
En eso, el Reino Unido no es diferente de España, Estados Unidos o cualquier otro país.
Pero la ciudadanía es mucho más que una masa inerte o manipulable.
Está hecha de nosotras y nosotros y aunque se nos puede manipular y tomar el pelo alguna, o muchas veces, no puede hacerse siempre, y mucho menos de forma sostenida.
La historia nos demuestra que la ciudadanía no es predecible, y no quiero, por exceso de humanismo, negar que los grupos de poder y las tendencias de opinión política que generan, no nos influyen sociológicamente hablando, en según qué momento.
Claro que nos influyen.
Tampoco quiero negar que políticamente, dicha influencia puede determinar, y de hecho determina casi siempre, los resultados electorales.
Esto ha ocurrido en el Reino Unido con el «Brexit».
Pero lo que me niego a justificar es que como personas y colectivos, que creemos en el progreso de la humanidad, nuestro destino sea siempre manipulable; a pesar de las tendencias que puedan presentarse como mayoritarias en un resultado electoral.
Siempre nos queda la esperanza, y esa esperanza es el único antídoto contra el exceso de miedo, el desencanto y la desesperación.
Esa esperanza es la esencia del activismo.
Así pues, no sólo nos queda París.
Para millones de personas en el Reino Unido nos queda Londres, pero también Edimburgo y Belfast.
Y nos quedan estas ciudades como símbolos de convivencia humana y diversa.
Nos quedará la esperanza mientras mantengamos la capacidad crítica para manejar, no sólo la información; sino sobre todo, nuestras emociones, individual y colectivamente.
Miedos y esperanzas, que como señalaba recientemente el sociólogo y jurista portugués, Boaventura de Sousa Santos, han de equilibrarse mutuamente.
Miedos que sin esperanza nos llevan a la desesperación, victimizando nuestras vidas, y esperanzas, que sin una dosis realista de miedo nos convierten en ilusos o lunáticos.
Nos toca estar atentos a lo que oímos, vemos y leemos. Tenemos que ser muy conscientes del poder de esa comunicación que dispara a quemarropa contra nuestros miedos y nuestras esperanzas.
Tenemos que darnos cuenta que ningún caballero blanco o hada madrina nos liberará de nuestros miedos desde arriba.
Ni Pedro, ni Pablo, ni Boris, ni Santi, todos hombres, nos salvarán de nada.
Pero tampoco Greta, Irene, Cayetana o Inés.
Tenemos que recordarles que es la ciudadanía, desde abajo, la que tiene que contar sus miedos y sus esperanzas, y no al revés.
Aprovechemos para expresarnos y actuar ahora que aun podemos hacerlo libremente, y mientras aun podamos hacerlo.
No hay duda que «siempre nos quedará Paris», uno de los grandes símbolos de la idea europea, junto a Berlín o Barcelona.
Ciudades, y no naciones, que representan en Europa continental el ideal ilustrado, europeo, de la convivencia humana, de la diversidad y la igualdad como razón de ser.
Pero para mí, y muchas y muchos que amamos esta ciudad «siempre nos quedará Londres».
Por favor, no nos olviden.