Encuentra aquí el artículo publicado originalmente en Confilegal el 03/05/2020.
“Si no hacemos algo que no se ha hecho antes, no llegaremos a ninguna parte. El Derecho se quedará estanco, mientras el resto del mundo avanza, y eso será malo para los dos”. The Lord Denning (1899-1999), Lord Justice (juez) y «barrister» en Lincoln´s Inn, Londres.
Hablar de desorganización de la abogacía no es un juicio de valor, aunque venga de esta columna, que ya se está ganando fama de deslenguada.
Se trata de la descripción de un hecho constatable.
En su artículo “La medición y la importancia de la desorganización institucional” (1938), el sociólogo estadounidense John F. Cuber diagnostica la desorganización institucional en base a tres características:
1.- Disminución de la participación, cualitativa o cuantitativa, de sus miembros.
2.- Estado de desasosiego, confusión y, a veces, conflicto abierto entre quienes la dirigen y sus propios miembros.
3.- Tendencia por parte de sus dirigentes a “experimentar” con innovaciones (a veces incoherentes entre sí, en cuanto a propósito o método) en un intento de encontrar una solución a sus problemas.
La abogacía institucional, la formada por el Consejo General de la Abogacía Española (CGAE) y los Colegios, padecería, de acuerdo al criterio de Cuber, una grave desorganización.
La hija no querida del Poder Judicial, con más de 254.000 miembros censados, está desorganizada y ello plantea numerosos problemas, tanto a la propia abogacía, como, y sobre todo, al sistema de justicia.
Su funcionamiento interno debería responder a los principios democráticos exigidos por el artículo 22 CE y a la Ley Orgánica 1/2002 reguladora del Derecho de Asociación, pero no lo hace, más allá de su apariencia estética.
La abogacía institucional se lleva autorregulando de forma vertical, de arriba a abajo, desde el 19 de junio de 1943, cuando bajo la tutela del Ministro de Justicia, el jurista Eduardo Aunós, muy fan de las doctrinas administrativistas del Corporativismo italiano impuesto por Mussolini, se creó lo que hoy conocemos como el CGAE.
El CGAE cumple ya 77 años y los resultados de sus intentos de autoorganización siguen respondiendo al mismo paradigma bajo el que fue creado.
Por otra parte, cada vez que un Ministerio de Justicia o algún colectivo de entre sus propios miembros, ha intentado cambiar su status quo, la resistencia, como la del propio CGPJ, lo hace imposible.
La estructura de la abogacía institucional, vertical y pesada, y todo el ladrillo y cemento que tiene en su balance de situación, simplemente no lo permite.
Organizar, un acto revolucionario
El intento de organizar la abogacía de forma eficiente y participativa, algo deseable por lo demás, se ha convertido así en un acto revolucionario.
No hablo aquí de organizar un 2 de mayo, aunque sea este el día en que escribo.
Se trata de seguir los cauces que ya conocemos para realizar una transición ordenada.
Tanto al ser la abogacía un profesión regulada, cuyo ejercicio afecta a los Derechos Fundamentales, como por tratarse de una organización profesional (artículo 52 de la Constitución Española), no le queda otra que organizarse por Ley.
De esto no cabe duda, y lo sorprendente es que no se haya hecho.
La presentación de un proyecto de ley para su organización, debería corresponder por materia, y por lógica, al Ministerio de Justicia.
Dicho proyecto de ley recibiría el apoyo mayoritario de sus 254.000 miembros colegiados, más los que no lo están, si se hiciera de forma participativa.
Ahora, como decía el bueno de Mateo: “El que tenga oídos, que oiga”.
Cualquier cambio requerirá consenso, y las reglas del consenso no pertenecen al reino de la dogmática jurídica, sino más bien a la sociología, a la política y a las matemáticas.
Se trataría de convocar una mesa abierta, donde se represente de forma proporcional a los distintos grupos, incluyendo la más amplia diversidad de actores y beneficiarios.
Por un lado aquellas asociaciones y grupos que representan a la abogacía independiente (>90% del censo), teniendo en cuenta que más del 50% son mujeres, y que llevan reclamando un cambio profundo desde hace décadas.
Por otra parte, la abogacía de las grandes firmas, que aunque no tiene una asociación en concreto, son poquitos, bien avenidos y fáciles de convocar (menos de 12.000 profesionales).
Igualmente, la abogacía institucional, representada, no sólo por el CGAE, sino, y sobre todo, por las y los 83 decanos de los Colegios de Abogados.
Y por último, una representación de las asociaciones involucradas en la defensa de los derechos de la ciudadanía, las organizaciones empresariales y sindicales, y el propio Poder Judicial.
El sueño de una abogacía organizada
“La imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado, la imaginación rodea el mundo”, Albert Einstein.
Soñar es gratis, y podemos prescindir de ello, pero no soñar, no imaginar un futuro mejor, en estos momentos nos puede salir muy caro.
Por eso, necesitamos un acto revolucionario: una abogacía organizada.
Y aunque sería un acto revolucionario, y tome nota señor ministro, no tiene porque poner la casa patas arriba.
Simplemente piense en el efecto que la simple organización del grupo de profesionales mayoritarios, con mucha diferencia, de nuestro sistema de justicia, tendría en este sistema de justicia, del que usted es responsable.
Así, a voz de pronto, yo pienso en tres:
Una. Contribuiría orgánicamente a reducir la desorganización del propio Poder Judicial y su Consejo.
Dos. Su organización efectiva ayudaría a priorizar las necesidades de resolución de conflictos de la ciudadanía y del resto de agentes sociales y económicos.
Tres. Un contrapoder organizado, además de contribuir a equilibrar los tres poderes clásicos, sería un potente altavoz para el sistema de Justicia en el plató del cuarto (y el quinto) poder: los medios de comunicación y las redes sociales.
La abogacía institucional tiene que ser otra cosa. Punto
La abogacía institucional como la conocemos está muerta, pero aún no lo sabe.
Está tan muerta como el resto de órganos preconstitucionales de nuestro sistema de justicia.
Ya no sobrevivirán a otra operación de reestructuración estética, pues está aquejada de un grave fallo orgánico, que volviendo a Cuber, se llama desorganización.
Si este es el diagnóstico, su curación debe de girar en torno a los principios sanadores de la transición democrática, que, perdónenme que insista, aún no ha ocurrido en la Abogacía Española.
En primer lugar, la abogacía institucional tendría que renunciar a su Estatuto, en favor de un Proyecto de Ley.
Es decir reconvertirse en una asociación profesional representativa, participativa, y dedicada a defender los intereses de sus miembros, con un vigor que ahora no existe.
En segundo lugar, una gran mayoría pensamos que la abogacía debería construir puentes mucho más sólidos con la ciudadanía y los agentes sociales y económicos.
Asumir muchos de los postulados del activismo, curiosamente “advocacy” en inglés, convirtiéndose en parte activa del tejido social y político.
Pero sobre todo, entender directamente sus debates, disputas y conflictos, más allá del confinamiento a lo estrictamente judicial.
Y hacer todo esto, de forma creíble, bajando al barro, que a partir de esta semana va a llenar las calles, y no solo los juzgados.
En tercer lugar, la abogacía tiene que convertirse en un verdadero contrapoder.
A pesar de lo que a muchas y muchos nos gustaría, muy pocas veces la hemos visto como un paladín al servicio de los derechos de la ciudadanía.
Y con mucha menos frecuencia, como una defensora de la ciudadanía más desposeída, discriminada y desfavorecida. En los tiempos que se nos vienen encima, esto es algo fundamental.
En cuarto lugar, la abogacía institucional que emerja de este proceso, tendrá que dejar a un lado la política con minúsculas, la pequeñita, la parroquial, la partidista.
En la gestión de la profesión de la abogacía, todas las abogadas y abogados somos iguales.
Tenemos derecho a expresar nuestra ideología y defender nuestros intereses políticos, económicos, sociales o culturales, dentro de la institución, tanto de forma individual como colectiva.
Y por último, en todo este proceso, debemos mantener la perspectiva de clase y de género, así como una especial atención a la población de menos de 40 años, incluyendo de forma prioritaria a quienes tienen una menor representación o posibilidad de defensa de sus derechos.
Aunque habría mucho que discutir sobre este tema —discusión que estimo necesaria—, quisiera responder al problema planteado inicialmente concluyendo que definitivamente, aunque la abogacía está muy desorganizada, tiene solución.
Organizarla es un acto revolucionario.