Encuentra aquí el artículo publicado originalmente en Confilegal el 21/06/2020.

Algunas estatuas importan, otras no. Son objetos de nuestra historia, del pasado, que de vez en cuando mira al presente. Una historia representada en bronce o piedra de la que también la abogacía tiene su cuota.

La gran mayoría de las estatuas suelen estar tranquilas la mayor parte del tiempo. Hieráticas en sus pedestales, “visitadas más intencionadamente por las palomas que por los humanos, cuando las estatuas son atacadas, saltan del pasado para convertirse en parte de nuestro presente” nos dice el profesor de sociología jurídica Boaventura de Sousa Santos en «Critical Legal Thinking».

Esta semana, aunque no quisiéramos, se nos ha obligado a comenzar un diálogo con las estatuas.

Con mayor o menor visceralidad, según donde nos pisen, hemos llegado a sentir que el ataque a las estatuas ataca, o al menos cuestiona también, nuestra propia identidad.

Antes de presentar a las dos estatuas de la abogacía, se me ocurre una triple clasificación de las estatuas.

En primer lugar nos encontramos las estatuas que parecen estar destinadas a ser atacadas.

Estatuas de personajes cuyo legado no tenía vocación universal o humanista. Señores, hombres en su mayoría, que a su vez atacaron, acosaron, asediaron, exterminaron o destruyeron pueblos, culturas o territorios.

Esas estatuas importan a quienes se beneficiaron de sus campañas o acciones y consagran la victoria de alguna ideología o forma de ver el mundo sobre otra distinta.

Por lo tanto esas estatuas también importan a las y los otros. A quienes sufrieron la derrota, el sometimiento o la destrucción: importa a sus víctimas o a quienes guardan su memoria.

Estas estatuas, a lo mejor por eso del «karma», están cayendo.

Como la del italiano Cristoforo Colombo y la castellana Isabel la Católica.

Llevaban las estatuas del buen señor y señora 137 años en el Capitolio estatal de California. Seguramente nadie se había fijado demasiado en ellas, hasta que el Partido Demócrata decidió quitarlas esta semana.

Pero en España hay quien se enfada, a pesar de estar a miles de kilómetros de California. Y aunque ya nada tenemos que ver ni con las ideas imperiales de la reina católica ni con el viaje a las Indias del navegante italiano que tampoco descubrió América, como dice Isabel Mastrodoménico en «Una vez tumbadas las estatuas, ¿qué hacemos?».

En segundo lugar tenemos las estatuas que posiblemente nunca serán atacadas

Quizás nadie se plantee nunca atacarlas, como decía De Sousa “porque el pasado al que pertenecen es demasiado remoto para que den el salto al presente, o porque pertenecen al eterno presente del arte. Tales estatuas están a salvo de todo y de todos excepto de extremistas dementes, como fue el caso de los Budas de Bamiyán del siglo V en Afganistán, destruidos por los talibanes en 2001″.

A este grupo de estatuas podría pertenecer el Moisés de Miguel Ángel, o la Venus de Milo, o el Ángel caído del Retiro de Madrid.

ESTATUAS VIVAS, SIMBÓLICAMENTE 

En tercer lugar hay que hablar de las estatuas que están vivas simbólicamente

A esta tercera tipología pertenecen las estatuas de las buenas personas. Las de intención y vocación humanista. Probablemente no serán atacadas porque en casi todos los casos un gran número de personas, mayoría, se siguen sintiendo humanas; y se han beneficiado de su legado.

Su simbología es fácilmente ‘empatizable’.

No quiere decir que esta tercera categoría este hecha de personajes infalibles, santos o santas inmaculadas.

No, esos seres no existen. Incluso personajes del talante del Mahatma Gandhi o Nelson Mandela, seguramente en algún momento de sus vidas hicieron daño a alguien, aunque fuese para evitar un mal mayor.

En sus propias palabras, Mandela lo deja claro: «No soy un santo, a menos que pienses que un santo es un pecador que sigue intentándolo.»

Estas son las estatuas humanas que gustan a casi todos y todas. Hechas de piedra o metal, pero con una calidez humana, al menos al tacto del alma.

Estatuas como las que se ven en Tavistock Square en Londres, donde Mahatma Gandhi y Virginia Woolf comparten espacio, aunque no de manera igualitaria, con un cerezo plantado el año 1967, en memoria de las víctimas del bombardeo nuclear de Hiroshima.

Para reducir la posibilidad de que algún día algún insensato las destruya, estas estatuas deberían incluir, a modo de letra pequeña en sus pedestales, una descripción, no sólo de las luces, sino, y sobre todo, de las sombras de las y los personajes que representan.

LA ABOGACÍA TIENE ESTATUAS EN LAS TRES CATEGORÍAS 

En la Abogacía, como en cualquier profesión, también tenemos estatuas en las tres categorías.

Pensando sobre la última tipología se me ocurren dos estatuas que me extrañaría mucho ver tumbadas.

Dos estatuas que representan la forma en la que hemos configurado algunos de los aspectos de la abogacía en España. Con sus más y sus menos, existe cierto consenso en su importancia, a pesar del papel que cada una, jugó en la historia del Derecho y la abogacía.

Se trata mi elección “estatuaria” del señor don Marco Tulio Cicerón​ y la señora doña Concepción Arenal.

Es cierto que a Cicerón le debemos importantes conceptos jurídicos, algunos de los cuales tenían sentido hace veinte siglos y a lo mejor hoy lo tienen menos.

Pero personalmente, creo que es su «Oratoria»la que hace que se mantenga en su pedestal.

Cicerón supo explicar como nadie la herramienta fundamental de la Abogacía, la retórica, a través de los cinco cánones: Inventio (originalidad o creación), Dispositio (ordenación del argumentario), Elocutio (argumentación), Memoria (capacidad de recordar e hilvanar ideas) y Actio (escenificación)

Desde mi punto de vista los cinco cánones de la retórica ofrecen el fundamento de la abogacía, como la habilidad de defender y representar ideas, no solo a nivel jurídico, sino político o incluso mercantil.

La otra gran estatua en la abogacía sería la de Concepción Arenal.

Estoy seguro de que nadie en su sano y letrado juicio la tiraría. Aunque ella no obtuvo el título de Derecho ni se colegió como abogada, fue la primera mujer jurista en España.

No sólo fue la primera mujer en asistir a una facultad de Derecho (1842-45) sino que “tuvo que cortarse el pelo y vestir ropas masculinas” para poder acceder. Representando así, en su tiempo, al igual que hoy en pleno siglo XXI, la enorme lucha de las mujeres juristas por la igualdad real.

Arenal contribuyó decisivamente al progreso del Derecho en nuestro país, aportando valiosas precisiones a nuestro sistema penitenciario y a la propia conceptualización del Derecho Penal, pero también abogó activamente por el derecho a la igualdad de hombres y mujeres, y sobre todo por el de aquellos y aquellas en situación de exclusión.

Así, si Cicerón contribuyó a la conceptualización de las habilidades y herramientas de la abogacía, Arenal ayudó a otorgarle la dimensión de compromiso social que en nuestra profesión debería ser irrenunciable.

Abogacía como institución que agrupa las acciones legales, pero también sociopolíticas, de carácter privado y público ejercidas para la representación y defensa de los derechos de todas y todos.

De esta forma, esas dos estatuas, y seguramente otras más, seguirán representando un símbolo con el que muchas y muchos nos sentimos identificados en la abogacía.

¿Podrán cuestionarse?

Por supuesto que sí.

¿Vendrá algún extremista demente a destruirlas algún día?

Espero que no, o por lo menos, no mientras yo pueda evitarlo.

Leon F. Del Canto

León Fernando del Canto (Zamora, 1967) es un pensador internacionalista que ejerce como barrister (abogado) en Londres.